Una constitución es un pacto social fundado por el poder 
constituyente primario. Para que sea legítimo, en este deben converger 
los diferentes sectores de la sociedad, dando lugar a un acuerdo que 
permita la coexistencia de ellos; en él fijan sus aspiraciones 
económicas, políticas, sociales y culturales y se establecen mecanismos 
para que los derechos plasmados en dicha constitución sean garantizados a
 los ciudadanos.
Colombia es de los pocos países del hemisferio occidental que aún no 
termina de constituirse como nación y como república. Ha pasado de un 
siglo a otro sin resolver sus contradicciones fundamentales: del siglo 
XVIII al siglo XIX pasamos buscando nuestra libertad de la opresión 
española; del siglo XIX al siglo XX en una guerra civil denominada de 
los Mil Días y del siglo XX al siglo XXI tratando de resolver un 
conflicto social armado con más de cincuenta años de duración y con 
hondas raíces económicas, políticas y sociales.
La tradición constitucional nos enseña que éstas existen precisamente
 para dotar a la nación de instrumentos políticos y jurídicos que 
permitan prevenir y resolver todos estos conflictos. Hoy, cuando de 
nuevo nos aprestamos a que este largo conflicto se resuelva mediante una
 solución política dialogada, los cambios constitucionales se convierten
 en un imperativo ético y político.
Podrán algunos argumentar que una Constitución que no cumple un 
cuarto de siglo es aún muy joven y en eso pueden tener razón, pero no 
debemos olvidar que esta Constitución tiene un corazón socialdemócrata 
que mira hacia la izquierda en cuanto al enunciado de los derechos, pero
 un bolsillo dirigido hacia los intereses de la derecha haciéndola 
profundamente neoliberal. Situación agravada por el hecho de haber sido 
reformada cerca de 75 veces en los últimos veinte años mediante actos 
legislativos con los cuales se ha afianzado este modelo económico.
La necesidad de una asamblea constituyente que nos provea de un nuevo
 pacto social no resulta exclusivamente de los diálogos de paz que se 
realizan en La Habana, viene de la crisis económica, política, social e 
institucional que tiene a nuestro país como un estado inviable. Crisis 
estructural que se profundiza día a día y que los paliativos del 
Gobierno no logran conjurar.
Un país con un conflicto social armado de más de cincuenta años que 
el Gobierno quiere resolver sin realizar cambios que permitan remover 
sus causas no podrá alcanzar la paz; por el contrario, la pobreza, la 
corrupción administrativa, la falta de inclusión política, el 
marginamiento social, la violencia de todo tipo y unas instituciones 
incapaces de responder a las expectativas de los ciudadanos en salud, 
educación, empleo, vivienda, seguridad, etc., agregarán permanentemente 
nuevos elementos causales al conflicto.
En los últimos doce años, el establecimiento ha pretendido hacernos 
creer que es posible acabar con el conflicto social y armado sin generar
 los cambios económicos, políticos e institucionales requeridos para 
lograrlo. Para ello, emprendieron la guerra total en los ocho años del 
gobierno Uribe y, ante el fracaso de la estrategia de guerra, la 
oligarquía decidió emprender un diálogo de paz con la insurgencia de las
 FARC-EP, que a pesar de los obstáculos aún continua, y con el cual el 
establecimiento pretende obtener un sometimiento de las guerrillas sin 
generar cambios en el modelo económico y el sistema político.
En el reciente pasado fuimos testigos de un fracasado proceso de 
sometimiento a la Justicia de los grupos paramilitares que, posterior a 
la extradición de sus jefes, mutaron en cientos de pequeñas bandas que 
ejercen hoy el control sobre la economía ilegal del narcotráfico y sobre
 buena parte de la economía legal mediante el cobro de vacunas a cuanta 
actividad económica se desarrolla en muchas ciudades del país.
Pero el conflicto social armado, la violencia social y 
narcoparamilitar nos son los únicos problemas que enfrentamos los 
colombianos. Podemos decir sin equivocarnos que la crisis es mucho más 
profunda de lo que se cree y toca todos los estamentos del sistema.
La oligarquía que gobierna este país en beneficio del sistema 
financiero y las empresas transnacionales, maquilla las cifras sobre 
desempleo, ingresos y pobreza, tratando de mantener una gobernabilidad 
que cada vez es más precaria.
La mercantilización de la salud, la educación, la seguridad social y 
todos los servicios que debería prestar el Estado, la crisis en la 
justicia, la pérdida de credibilidad en los partidos políticos, el 
congreso, los órganos de control y las fuerzas armadas y de policía han 
conducido a un estado de descontento y movilización social permanente.
Son muchos los espacios creados por fuera de la institucionalidad que
 hoy no solo discuten la problemática del país sino que además buscan 
resolverla. En muchos de ellos el Estado ha sido remplazado de hecho en 
temas como seguridad, legislación, medio ambiente, convivencia, reforma 
agraria, reforma urbana, justicia y otros de similar importancia.
¿Cómo explicar que después de la expedición de una nueva constitución
 (1991), en donde se exponen ampliamente los derechos humanos de 
primera, segunda y tercera generación, se desate la más feroz 
persecución contra la oposición política y se entre de lleno a 
privatizar sin ninguna consideración los bienes y servicios públicos que
 estaban bajo la responsabilidad del Estado?
Lo que debería haberse logrado con la Constitución del 91 aún está 
por hacerse. La democracia participativa, la garantía de la aplicación 
de los derechos humanos, el desarrollo económico y social de las 
mayorías, el ordenamiento territorial, la descentralización política y 
administrativa con garantía de recursos, la protección del medio 
ambiente, el reconocimiento de los derechos de la mujer y la paz, son 
objetivos de toda sociedad que en nuestro caso están por alcanzarse. 
Como podemos ver, los resultados que se previeron o se soñaron no se han cumplido y están sufriendo constantes reveses.
Ante la falta de voluntad de la clase dirigente para implementar los 
cambios, aparece, como reacción lógica, la resistencia al ejercicio 
abusivo del poder, bajo formas pacíficas o violentas, que adquieren 
mayor grado de profundidad de acuerdo con las herramientas represivas 
que se utilicen o con el grado de conciencia desarrollado en el seno de 
la sociedad.
Este conjunto de situaciones problemáticas, sumado a las diversas 
formas de resistencia y descontento que se presentan en diversos 
sectores de la sociedad y que han llevado al desconocimiento del Estado y
 sus instituciones, configuran, sin lugar a dudas, un momento 
constituyente. Se nota en muchas regiones y sectores sociales del país 
que la nación está tratando aún de constituirse, que las viejas formas 
del régimen político liberal-conservador que excluyen a las mayorías y 
el modelo económico generador de pobreza y explotación ya no son 
aceptados y se hace necesario reconstruir nuestra nación sobre bases 
nuevas.
Esas nuevas bases, por supuesto, no vendrán del poder constituido, 
pues éste representa una minoría oligárquica y parásita que desea 
mantener el statu quo en favor del cual legisla y ejecuta normas que 
solo favorecen sus propios intereses y los del capital transnacional.
Solo del poder constituyente primario podrán venir los cambios que 
nuestro pacto social requiere para superar la crisis que padecemos desde
 nuestra constitución como república en 1819.
Desatar ese poder constituyente para que se convierta en fuerza 
arrolladora debe ser una tarea de todos los demócratas y amantes de la 
paz. Urge avanzar en un proceso constituyente que comprometa todos los 
sectores y regiones de nuestro país, que discuta y apruebe el contenido 
de ese pacto social que nos funde y nos presente ante el mundo como una 
nación soberana, democrática y con justicia social. Una sociedad donde 
se erradiquen todas las discriminaciones, se destierren todas las formas
 de violencia contra la oposición y donde la paz sea, en verdad, el bien
 más preciado de todos los ciudadanos.
Necesitamos conformar ese grupo o movimiento de personas que pueda 
desatar ese poder. La mayoría de las anteriores reformas 
constitucionales fueron convocadas y realizadas por las élites políticas
 para favorecer intereses de una minoría, salvo la constituyente del 91 
que fue impulsada por algunos sectores sociales y en cuya asamblea se 
permitió una tibia representación de sectores no oligárquicos; pero la 
nueva Constitución debe ser el resultado de la más amplia participación 
popular y corresponde al pueblo lograr su convocatoria.
Si el presente es de lucha, el futuro será socialista.
Húbert Ballesteros GómezPrisionero político. Cárcel Nacional La Picota, Pabellón de Alta Seguridad
Bogotá D.C., mayo, 2015
¡QUE VIVA LA LUCHA POR ASAMBLEA NACIONAL CONSTITUYENTE!
¡QUE VIVA LA SOLUCIÓN 
POLÍTICA AL CONFLICTO SOCIAL!
¡EXIJAMOS UN CESE BILATERAL AL FUEGO!
¡EXIJAMOS PAZ CON JUSTICIA SOCIAL!
¡ARRIBA LA III MARCHA NACIONAL SECUNDARISTA!
¡ARRIBA LA LUCHA UNIVERSITARIA Y POPULAR!
¡LIBERTAD A LOS PRES@S POLÍTIC@S!
¡LIBERTAD A HUBER BALLESTEROS Y DAVID RABELO!
¡VENCEREMOS!
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