Entrevista con el filósofo español, profesor universitario y 
activista ecológico, Jorge Riechmann, quien afirma que “estamos 
consumiendo el planeta como si no hubiera un mañana”; que “lo que hace 
falta son transformaciones estructurales profundas, casi 
revolucionarias”.
Denomina Jorge Riechmann al siglo XXI como “el siglo de la gran 
prueba” o como “la era de los límites”. Nos dice que “estamos 
consumiendo el planeta como si no hubiera un mañana”; que “lo que hace 
falta son transformaciones estructurales profundas, casi 
revolucionarias” y que ya no podemos confiar en que será la generación 
de nuestros nietos la que las lleve a cabo, porque estamos en “tiempo de
 descuento”.
Todo esto nos lo cuenta en Autoconstrucción, uno de esos libros que 
funcionan como un aldabonazo en las conciencias, que sacuden el letargo y
 conducen a plantear la gran pregunta: ¿Estamos aún a tiempo de salvar 
el planeta? Es un interrogante que el propio autor abre una y otra vez 
en en el recorrido de un ensayo esclarecedor que nos invita a tomar 
conciencia de la urgencia de la lucha ecológica, de la necesidad de 
avanzar lo más suavemente que se pueda hacia sociedades de la sobriedad,
 de la contención, de otro tipo de realizaciones y plenitudes no 
asociadas a la adquisición constante de pertenencias, de propiedades, de
 productos de consumo.
Profesor titular de Filosofía Moral en la Universidad Autónoma de 
Madrid, traductor, poeta, ensayista, miembro de Ecologistas en Acción y 
desde hace poco del Consejo Ciudadano de Podemos, Riechmann va 
desgranando un buen puñado de verdades, de reflexiones incómodas, pero 
absolutamente necesarias, en esta Autoconstrucción, subtitulada La 
transformación cultural que necesitamos, que nos anima a pensarlo todo 
de otra manera, a encontrar nuevas palabras, nuevos vínculos, nuevas 
imágenes para situarnos frente a un presente de resquebrajamientos y de 
oportunidades de cambio. “Jamás se había hablado tanto sobre las 
desigualdades sociales, jamás se había hecho tan poco para reducirlas… 
Nunca se había hablado tanto los daños ecológicos, y nunca se ha hecho 
tan poco para delimitarlos”, leemos muy al comienzo de un libro que 
traza un magnífico diagnóstico de dónde estamos y hacia dónde podemos 
dirigirnos.
El autor es consciente de que el pesimismo no está de moda, de que el
 continuo estímulo del pensamiento positivo se puede llegar a convertir 
en una conveniente cortina de humo, de que a muchos se les llena la boca
 con la palabra “buenismo” para definir cualquier propósito de 
solidaridad, de compasión, de cooperación, de igualdad, de que los 
ecologistas son vistos en muchas ocasiones como catastrofistas y 
agoreros dispuestos en todo momento a chafar una fiesta en la que muchos
 siguen pasándolo bien, a costa de mayorías cada vez más empobrecidas e 
indefensas. Todo parece estar en contra, pero no cabe la resignación, la
 no resistencia. “Hay esencialmente dos opciones político-morales. La de
 quienes desean un mundo de amos y esclavos, por una parte; y la de 
quienes luchan por un mundo de iguales. Al poder del dinero y de las 
armas, el segundo grupo solamente puede oponer la fuerza de la 
organización”, abre Riechmann un cauce de futuro.
No deja de haber autocrítica en el trayecto y tampoco falta el 
realismo, grandes dosis de realismo que parten de la constatación de las
 dificultades, de los enormes retos. Y, por supuesto, se revelan hechos y
 se ofrecen datos, hechos y datos que hablan por sí solos y que, nos 
guste o no, indican que el rumbo no es el adecuado. Así, el cambio 
climático que nos conduce a un mundo cuatro grados centígrados más 
cálido, según predicciones muy optimistas, pero ante el que tantos 
siguen quitando importancia en nombre de intereses empresariales, 
intereses que obstaculizan la necesaria disminución de los gases de 
efecto invernadero. Así, la escasez de fuentes de energía fósiles, que 
lleva a la agonía de un modelo que se alarga artificialmente, vía 
prácticas como el fracking, en vez de apostar por invertir en el camino 
de las renovables.
Mientras las capas de hielo ártico desaparecen, mientras el proceso 
de la fotosíntesis se está viendo afectado en zonas con altos niveles de
 contaminación, mientras las abejas se ven amenazadas, mientras… 
seguimos pensando que habrá tiempo, que la técnica será capaz de 
solucionarlo; que llegará un día en que volveremos a la normalidad de un
 modo de vida que nos parece el mejor posible. ¿Cómo convencernos, 
habitantes del Primer Mundo del siglo XXI, de que ya no volveremos a la 
normalidad de antes de la crisis, de antes de la amenaza ecológica; cómo
 convencernos de que es necesario cambiar la orientación y las 
estructuras del sistema para seguir viviendo bien, e incluso mejor, pero
 con otros parámetros?
He aquí las cuestiones que plantea Jorge Riechmann en 
Autoconstrucción (Ediciones Catarata). Son muchas las salidas que ofrece
 este libro, pero lo esencial es su llamamiento a un cambio de 
conciencia, de valores, de usos y costumbres. “La economía es una 
construcción humana. Las leyes económicas no son como la ley de la 
gravedad. Pueden ser transformadas (…) Pero para ello la gente ha de 
cambiar de conducta”, se utiliza como arranque de un capítulo este 
párrafo-lema extraído del informe de un centro de estudios económicos. 
Hay en el ensayo reflexiones sobre el papel cada vez más activo de los 
consumidores –consumidores rebeldes–; sobre la cultura como base de la 
comprensión de los cambios; sobre los movimientos sociales que deben 
convertirse en la base de las nuevas sociedades… “Hemos de vivir de otra
 manera”, es la frase que cierra el libro. Pero aquí, lejos de cerrar, 
empezamos con la conversación.
– ¿En qué punto se encuentra el movimiento ecologista hoy a nivel global? ¿Cuáles son sus expectativas?
– Si lo analizamos con perspectiva, el movimiento ecologista moderno,
 como tal, es muy reciente. Surge en los años 60 del siglo XX, aunque el
 pensamiento ecológico arranca de más atrás, de antecedentes tan 
ilustres como Thoreau, a quien releemos con mucho interés, o, antes, 
Alexander von Humboldt, que tanto contribuye en la creación de la 
ciencia ecológica, de la biología de los ecosistemas. Ahí están las 
raíces, pero hay que dar un salto hasta llegar, en 1962, a un hito 
importantísimo, una obra clásica de la conciencia ecológica, La 
primavera silenciosa, de Rachel Carson. En ese año se empiezan a poner 
en marcha dinámicas sociales, políticas, intelectuales, culturales, que 
conducen a algunas sociedades, dentro de procesos muy contradictorios, a
 emprender un nuevo aprendizaje de los modos de vida. Y ya en 1972 nos 
encontramos con otra aportación esencial, el estudio Los límites del 
crecimiento, el primer informe del Club de Roma, que pone en marcha un 
debate de alcance mundial a partir del cual ya empiezan a circular los 
lemas básicos, las consignas del ecologismo sobre la necesidad de 
conformar una conciencia de especie en las singulares condiciones 
históricas que nos ha tocado vivir. Ese proceso de aprendizaje social se
 rompe a finales de los años 70 y comienzos de los 80, con la irrupción 
de la fase última de la historia del capitalismo, el capitalismo 
neoliberal financiarizado. A esos decenios, a esa etapa en la que aún 
estamos inmersos, yo la denomino a veces la era de la denegación, porque
 hay fuerzas muy poderosas que, lejos de impulsar el aprendizaje, están 
trabajando en sentido contrario.
– Denegar es un verbo que utilizamos muy poco y que explica 
muy bien lo que está sucediendo. A los pueblos cada vez se les niega más
 lo que desean. Las democracias se están vaciando cada vez más de 
sentido.
– Denegar es un término que usan los psicólogos y psicoanalistas para
 referirse a ese fenómeno que no consiste sólo en ignorar algo sino en 
hacer un esfuerzo por no ver lo que tenemos delante de los ojos. Yo creo
 que ha habido, que hay mucho de eso, en la cultura dominante durante 
los tres últimos decenios. Es indudable que hay un permanente 
negacionismo si hablamos de fenómenos como el calentamiento climático, 
del mismo modo que lo hubo anteriormente con respecto al cáncer 
ocasionado por el tabaco. Y es indudable la eficacia de los esfuerzos 
organizados por el sector empresarial para expandir toda la tinta de 
calamar y toda la desinformación posible con el fin de impedir que se 
tomen las decisiones correctas. Ahora mismo, más allá de circunstancias 
concretas, tendríamos que referirnos a un negacionismo mucho más vasto 
que se refiere a todo lo que tiene que ver con los límites al 
crecimiento, y eso es mortal porque nuestra situación, nos pongamos como
 nos pongamos, es la que es. Las leyes de la naturaleza, de la física, 
de la química, de la dinámica de los seres vivos, son las que son, no 
vamos a cambiarlas, por grandes que sean nuestras ilusiones a ese 
respecto, y el conflicto esencial que se plantea, que estaba en ese 
debate de los años 60 y 70, es el choque de las sociedades industriales 
contra los límites biofísicos del planeta, que se ha ido agravando y 
agudizando cada vez más. Si usamos la herramienta efectiva de la huella 
ecológica, hacia 1980, fue cuando ésta superó la biocapacidad del 
planeta para seguir creciendo después. Según los investigadores, ahora 
estamos en el 150% de la capacidad del planeta. Y esa situación no 
durará demasiado, porque estamos, como se dice a veces, consumiendo el 
capital, no los intereses, empleando en este caso la habitual metáfora 
financiera. Estamos sobreexplotando los recursos y las capacidades de 
absorción de contaminación, de una forma que es insostenible. Parece que
 consumimos el planeta como si no hubiera un mañana.
– “El síntoma se llama calentamiento climático, pero la 
enfermedad se llama capitalismo”. Así se titula un epígrafe del ensayo 
donde se hace referencia al rotundo fracaso de la cumbre de Copenhague 
en 2009, una cumbre donde se aspiraba a lograr un acuerdo global de 
reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, que sustituyese 
al Protocolo de Kioto. Ahora estamos a la espera de una nueva reunión en
 París en diciembre de este 2015. Parece que los límites son 
absolutamente incompatibles con el capitalismo salvaje.
– Así es. Hacia 1980 fue cuando ganaron las elecciones generales 
Margaret Thatcher en Gran Bretaña y posteriormente Ronald Reagan en 
EE.UU. Ahí tenemos que fijar el desplazamiento del mundo hacia una 
derecha conservadora, que ha sido hegemónica desde entonces, y que ha 
resultado letal en lo que se refiere a las cuestiones económico 
sociales. Hacia 1980 se puso en marcha el proceso de desregulación 
financiera y comercial. Hasta entonces, las economías, el crecimiento 
del capital y de los activos financieros iban acompasados al crecimiento
 de lo que llamamos economía real, pero a partir de ahí se rompió el 
equilibrio, todo se abrió en forma de tijera y lo financiero comenzó a 
crecer de manera metastásica y a dominarlo todo. Es ahí donde nos 
encontramos ahora. Esa es la situación. Si no somos capaces de romper 
con esa clase de políticas y con las culturas que las acompañan, lo 
tenemos realmente difícil.
 Mientras leía el libro pensaba que la educación es básica 
para la toma de conciencia. Aludes a la importancia que en su día tuvo 
en España la Institución Libre de Enseñanza, a finales del XIX y 
principios del XX, en la redefinición de la relación entre sociedad y 
naturaleza, así como al naturismo anarquista por el lado obrero. Pero 
hoy, ¿cómo hacer entrar la ecología en los colegios?
–  Por supuesto que tendría que ser la educación una de las vías 
naturales para difundir la conciencia ecológica, pero aquí, nuevamente, 
nos topamos con lo mismo: la dinámica social en la que estamos, lejos de
 educarnos, de construirnos, para hacernos ver la verdad del mundo en el
 que vivimos, va en la dirección contraria. Podríamos decir que es 
contra educativa en muchos sentidos. Por eso no es tan fácil de llevar a
 cabo algo que parece tan simple. Sin ir más lejos, puedo decirte que yo
 formo parte de la comisión de educación y participación de Ecologistas 
en Acción en Madrid y que, justamente, una de nuestras tareas es hacer 
avanzar estos planteamientos en el terreno educativo. Uno de los 
trabajos más fecundos del colectivo fue, hace ya unos años, examinar lo 
que se podría llamar el currículum oculto de los libros de texto. Si uno
 se dedica a ver con cierto detalle cómo están escritos los manuales de 
consulta de ciencias naturales, de ciencias sociales, que es donde 
tendrían que entrar esta clase de enseñanzas, lo que encuentra, en 
muchos casos, es prácticamente todo lo contrario: más desinformación que
 información, puntos de vista adversos al verdadero aprendizaje de 
cuidar, de vivir de verdad en esta tierra. En esa dinámica en la que 
estamos ahora mismo, nos encontramos con comerciales de los bancos que 
van a los colegios a enseñar educación financiera y se ve como normal 
porque esa es la cultura dominante en la sociedad. A la contra, parece 
que lo que los ecologistas decimos no quiere ser oído porque se trata de
 una realidad incómoda, porque hacernos cargo de donde estamos realmente
 nos obligaría a vivir de otra manera, a organizar casi todo de una 
forma diferente. Una y otra vez, insisto, chocamos de manera muy 
inmediata, muy frontal, con intereses poderosísimos. Pero no quiero 
instalarme en la queja permanente. Pese a toda esa resistencia, pese a 
tantos obstáculos, hacemos lo que podemos. Yo soy profesor en la 
universidad y hablo de todo esto a mis alumnos universitarios, y, 
además, acabo yendo, por lo menos tres o cuatro veces al año, a hablar 
con escolares y con bachilleres; hay otros compañeros y compañeras que 
lo hacen con más asiduidad. Pero se llega a donde se llega. Ecologistas 
en Acción, por ejemplo, es una asociación participativa que tiene 
aproximadamente unos mil afiliados en Madrid, gente que paga una cuota y
 que puede hacer una pequeña tarea de vez en cuando. Si pensamos que en 
una comunidad autónoma como la de Madrid hay seis millones de personas, 
es una cifra muy baja. Y los activistas no somos más de 60 personas, 
apenas 10 dedicados a la comisión de educación. Ecologistas en Acción se
 autofinancia. Los recursos con los que contamos son las cuotas de los 
afiliados. Ha habido alguna vez algún programa concertado, pero las 
administraciones, especialmente en esta comunidad autónoma y con el 
gobierno que hay ahora mismo, no sólo son no cooperativas, sino 
absolutamente hostiles.
– ¿Se ha fracasado a nivel general, no sólo en España, en la 
comunicación, en la difusión? Se habla mucho de ecología, en ciertos 
ámbitos está muy de moda, se ha superficializado incluso, pero la 
verdadera conciencia ecológica no ha llegado a la gente.
– Quiero hacer hincapié en un aspecto que me parece muy importante y 
que nos lleva a la pregunta anterior, a la educación. El título del 
libro, Autoconstrucción, que en griego podríamos decir paideia, 
educación en un sentido amplio, es una llamada a que no entendamos la 
educación sólo como el aprendizaje que se imparte en las escuelas, los 
institutos y luego en las universidades. Los contextos educativos son 
los contextos sociales generales, y yo creo que la manera de 
autoconstrucción, de autoformación, de educación, de paideia más 
importante para todo lo que estamos hablando, sin menospreciar la 
educación ambiental en sentido estricto y formal, es la que se da en los
 movimientos sociales. Es ahí donde la gente se autoorganiza para actuar
 y, mientras lo hace, aprende en el recorrido. Lo que sucede es que, 
mientras en los años 70 y 80 esa clase de procesos iban hacia adelante, 
pese a todas las dificultades, desde entonces, parecen no avanzar porque
 hay muchos intereses y mucha desinformación en el camino. Y, por otro 
lado, de manera contradictoria, la gente está como saturada y harta de 
que le hablen de ecología. Ese fenómeno también lo recojo en algún 
momento del libro. Hay hasta un término que han acuñado los sociólogos, 
la ecofatiga, para describirlo. Efectivamente, como bien indicas, hay 
mucha cháchara, mucho marketing verde, mucha propaganda, mucho uso de 
imágenes, estilemas, apropiación de contenidos. Ahora la Unión Europea 
está hablando de economía circular. Se utilizan conceptos que vienen del
 movimiento ecologista y que han sido apropiados, transformados en otra 
cosa. Sustentabilidad o sostenibilidad, por ejemplo, son nociones que 
vienen del mundo ecológico, pero cuando un presidente o un consejero 
delegado de una gran empresa habla de desarrollo sostenible, en el 99% 
de los casos está transformando en su contrario lo que inicialmente fue 
el sentido del término. Todo eso lleva a una situación de muchísima 
confusión, en la cual la gente tiene muchas veces la impresión de que 
todo el tiempo se está hablando de ecología, de que se hacen cosas que 
están muy cerca de quienes pueden manejar palancas de poder. Hay 
muchísima propaganda, muchísima moda alrededor que lo desvirtúa todo. Se
 publican revistas que nos venden el concepto de la buena vida, pero que
 están llenas de anuncios a toda página de grandes empresas energéticas.
 Eso es lo que metaboliza como ecología la cultura dominante y resulta 
muy perjudicial, porque, por supuesto, no tiene nada que ver, está muy 
alejado de lo que debería ser, de lo que nos tocaría hacer.
– En su momento nos ilusionaron los verdes alemanes. Parecía 
que podían hacer girar los acontecimientos en otra dirección, pero ahora
 tienen un perfil más bajo.
–  Bueno, ese es un asunto complejo. Yo escribí mi tesis doctoral 
sobre los verdes alemanes hace muchos años. ¿Qué ha pasado ahí? De nuevo
 no podemos entenderlo sin ver lo que ha sido el potentísimo despliegue 
de la política neoliberal en la que estamos inmersos y sin analizar a 
fondo como nuestras sociedades han ido yendo hacia la derecha, hacia la 
derecha, hacia la derecha, sin ser, muchas veces, del todo conscientes. 
Hay un fenómeno que los psicólogos sociales tienen muy bien estudiado y 
que denominan los puntos de referencia cambiantes. Cuando una sociedad 
entera se desplaza en cierta dirección poco a poco, de manera que todo 
-las instituciones, los valores, las gentes-, va moviéndose al mismo 
tiempo, en el mismo sentido, la sensación puede ser que nada se mueve, 
que está uno básicamente en el mismo punto, pero los cambios pueden ser 
brutales. Esto se ha estudiado, por ejemplo, en relación a la Alemania 
de los años 30. A medida que todo iba llevando al estado nazi que 
conocemos, desde dentro, a mucha gente le parecía que no pasaba nada 
importante, porque todo se iba desplazando al mismo tiempo en la misma 
dirección. Yo creo que aquí también ha pasado algo parecido.  Los verdes
 alemanes, que son el partido ecologista más interesante que ha surgido 
hasta el momento, el experimento sociopolítico más importante, tuvo en 
sus inicios un componente dominante de izquierda, aunque siempre muy 
mezclado con el centro e incluso la derecha, pero, coincidiendo con el 
paso al neoliberalismo, y pese a haber crecimiento y éxitos electorales,
 ese ala de izquierda del partido va siendo marginada y en parte lo 
acaba abandonando. A medida que la sociedad fue avanzando hacia la 
derecha, también los arrastró a ellos en la corriente. Una y otra vez 
nos tropezamos con lo mismo. No podemos de verdad ecologizar esta 
sociedad sin chocar frontalmente con el capitalismo. Si queremos ir 
hacia una economía ecológica hacen falta rupturas con el capitalismo y 
eso son palabras mayores. Y, por otra parte, ahora mismo hay que 
plantearse seriamente la siguiente pregunta: ¿Qué es la izquierda hoy? 
Seguimos hablando por inercia de partidos socialdemócratas, por ejemplo,
 cuando a un socialdemócrata de los años 20, 30 o 40, si viera qué tipo 
de políticas o de discursos adopta la gente que así se sigue llamando, 
se le erizaría todo el vello de la piel. La socialdemocracia de Tony 
Blair o de Rodríguez Zapatero no tiene nada que ver con lo que fue 
históricamente la socialdemocracia. Pero, volviendo a lo de antes, el 
ecologismo tomado en serio es anticapitalista y eso es bien fuerte, 
porque dónde hay políticas anticapitalistas ahora en nuestras 
sociedades. Son absolutamente minoritarias. En ese escenario es donde 
hay que situar la deriva de los ecosocialistas alemanes, de todas esas 
corrientes o personas que abandonaron, al final cansadas, el partido en 
la década de los 80. Desde mediados de los 90, la descripción 
politológica correcta de los verdes alemanes sería la de ecoliberales 
con un mayor grado de sensibilidad social.  Eso mismo sirve para otros 
partidos verdes europeos.
– ¿Y en España? Equo parece conformarse con un discreto segundo plano.
– La historia española es una historia muy distinta por la 
singularidad de la dictadura. La articulación de ese espacio político ha
 sido bastante compleja y, al final, en parte por errores propios, en 
parte por la ocupación de ese territorio por otras formaciones como 
Izquierda Unida, la cosa ha ido como ha ido. Equo ha aparecido ya muy 
tarde y hay cosas muy valiosas, pero ojalá tuviera más fuerza. Con mucha
 frecuencia nos planteamos qué es lo que hemos hecho mal, qué errores 
hemos cometido, y, sin duda los hay; hay errores propios en los últimos 
30 años que pueden explicar circunstancias desfavorables, pero no nos 
equivoquemos. Lo principal no es tanto lo que hayamos podido hacer mal, 
sino el poder brutal y en aumento que nos hemos encontrado delante. Y 
vuelvo al dato de antes: en la comunidad autónoma de Madrid somos 50, 60
 activistas a lo sumo, en una asociación como Ecologistas en Acción, en 
un entorno de seis millones de personas. Esa es la lamentable situación,
 la acusada desproporción de fuerzas.
– Sin embargo, el caso español es muy curioso. Desde el 15-M,
 la rapidez a la que se ha producido todo es espectacular. En el libro 
hablas de la ilusión que ha generado la irrupción de un partido como 
Podemos. ¿Hacia dónde puede ir esa ilusión y hasta qué punto en Podemos 
tiene peso la preocupación ecológica, la conciencia de los cambios que 
será necesario acometer y explicar a la gente? No parece que se marque 
demasiado el acento por ahí.
– En España han cambiado muchas cosas para bien, sobre todo el 
despertar de parte de la sociedad a partir del 15-M. Pero tampoco 
debemos sobreestimar eso. Uno de los lemas, consignas, incluso 
micropoemas que se escribían en Sol y en muchas plazas de otras ciudades
 españolas, el mes de mayo de 2011, era: “dormíamos y hemos despertado”.
 Esa frase, con todas sus variantes, expresa algo muy valioso. La 
sociedad española ha ido abriendo algo los ojos en medio de la narcosis 
generalizada en la que estamos. Y, aunque lo parezca, eso tampoco surgió
 de la nada. No es que antes no hubiera movimientos sociales y de 
repente aparecieran por arte de magia. Muchos de esos movimientos 
arrancaron de atrás, de la dinámica de los foros sociales mundiales, del
 espíritu del alzamiento neozapatista en México en 1994 y, sobre todo, 
después, del quebranto que provocó la crisis económica y financiera, lo 
que hizo que se dieran condiciones para que sectores cada vez más 
amplios de la población empezaran a ver con mayor claridad el mundo en 
el que estamos. Pero, con todo,  hay que intentar ver las cosas con 
cierta perspectiva. Yo estoy metido de cabeza en todo esto. Me presenté 
con otros compañeros al Consejo ciudadano autonómico de Podemos y, junto
 con otra mucha gente, ahora estoy trabajando en la redacción del 
programa autonómico para Madrid, donde me ocupo de las cuestiones 
ecológico sociales. Por eso no lo veo como algo ajeno, puedo hablar del 
proceso en primera persona y puedo decir que hay sectores que tienden a 
sobrevalorar algunas de las cosas que han ido sucediendo, que hay mucha 
gente joven que tiene una confianza plena en la capacidad movilizadora 
de las redes sociales, algo en lo que yo soy mucho más escéptico. 
Recuerdo, por ejemplo, una conversación con uno de los activistas de 
Acampada Sol, alguien metido muy de lleno en lo que había sido la 
acampada en Sol y el 15-M. Su conclusión era que se había conseguido 
politizar a cinco millones de personas. Y yo reflexiono: Si de verdad 
hubiéramos politizado en serio a cinco millones de personas, ya 
estaríamos en otro contexto electoral y político. Hay cambios muy 
importantes y hay posibilidades de ruptura, pero ya veremos hasta dónde 
se llega. Yo de lo que estoy convencido es de que lo que nos haría falta
 es una sociedad que dejara de actuar básicamente como espectadora, 
espectadora a través de pantallas pequeñas, de pantallas grandes, 
dándole a “me gusta” aquí y allá. Una cosa es que una encuesta 
demoscópica te diga que el 80% de la sociedad española muestra su 
simpatía por esta gente joven, que ha acampado en las plazas, y otra 
cosa son los resultados a partir de las convocatorias electorales, las 
posibilidades reales de impulsar cambios en la sociedad. Ahí tenemos las
 elecciones andaluzas y ahora toca ver que tal se dan las autonómicas y 
municipales… Insisto: debemos pedir democracia real ya, pero nos tenemos
 que dar cuenta de que eso no es posible sin que muchísima gente eche 
muchísimas horas de trabajo desgastante, disciplinado y cotidiano en 
distintos contextos. Una democracia de espectadores es una contradicción
 en los términos. Democracia real quiere decir mucha gente echando mucho
 tiempo en organización, formación, lucha política, actividad 
disciplinada. Es en ese espacio donde se dan perspectivas interesantes. 
Lo que está sucediendo en Grecia, lo que nos está permitiendo ver de la 
posibilidad de actuar de otra manera no hegemónica y, a la vez, del 
comportamiento de la UE, es muy interesante. Y lo que tal vez pase aquí 
tiene, desde luego, un valor grande, pero, al mismo tiempo, debemos 
dimensionar muy bien todo esto para no llamarnos a engaño y darnos el 
batacazo. Es un poco lo que pasó en Andalucía. Si lo pensamos bien 
quince diputados alcanzados en tan poco tiempo de trayecto, no está nada
 mal, pero se ha recibido como una especie de derrota. No hay que 
hacerse demasiadas ilusiones sobre el nivel de politización real. 
Cuántas veces oímos, por parte de sociólogos y politólogos, que hay una 
mayoría social de izquierda. Eso da lugar a muchas ilusiones, pero 
calma; pensemos en la gente que de verdad es consciente del tipo de 
confrontación que hace falta para cambiar de verdad las cosas.
– Los cambios de valores, de conciencia, suelen ser procesos 
lentos. Como dice Julio Anguita, el político debe tener la paciencia del
 campesino. En Grecia, el trayecto de Syriza fue largo…
– Sí, pero también es verdad que la velocidad de la historia no es 
siempre lineal, que también se dan aceleraciones, cambios mucho más 
rápidos. Eso es posible y ahí el drama, que sólo una parte muy pequeña 
de la sociedad ve por este negacionismo generalizado sobre las 
cuestiones ecológicas del que hablábamos antes, es que la historia ya no
 va a ser lo que era. El drama es que ya no tenemos mucho tiempo para 
evitar peligros enormes. Estamos en tiempo de descuento y eso es lo que 
mucha gente, sensible ahora a cuestiones de desigualdad social, 
democratización en sentido amplio, lucha contra la corrupción, no acaba 
de asimilar. Ante la cuestión del abismo ecológico social son 
conscientes sectores aún muy minoritarios. Hemos dicho: “Dormíamos, pero
 hemos despertado”. Ahora nos hace falta despertar todavía bastante más.
– Hablábamos de Grecia, un pequeño bastión en medio de la 
homogeneización. Por una parte, es esperanzador que haya gobiernos que 
planten cara, que nos hagan ver lo que se esconde detrás de la mal 
dirigida austeridad, pero también produce bastante frustración ver que 
las democracias no funcionan, que el poder, el sistema, no permite 
impulsar políticas de rescate social urgentes. La deuda, una deuda 
ilegítima en gran parte, es la gran prioridad de la Unión Europea.
– Así es. Y ya vemos qué políticas son las que nuestros vecinos 
griegos están intentando impulsar. Son medidas propias de lo que fue la 
socialdemocracia hasta hace muy poco. Esto es lo que nos debería hacer 
ver el mundo en el que estamos, la brutal dirección hacia la derecha que
 hemos tomado. Las políticas que está proponiendo Syriza no suponen 
ninguna ruptura revolucionaria. Se trata de introducir un poco de 
justicia social, que fue lo que defendió hasta hace poco la 
socialdemocracia. Y, sin embargo, todos esos partidos que siguen 
llamándose socialdemócratas, permanecen impasibles, apoyan todo lo 
contrario a lo que fueron sus principios. Es una gran paradoja.
– La crisis ha abierto ventanas de transparencia, ha hecho 
que volvamos la vista hacia los derechos humanos. El derecho al trabajo,
 al techo, a la salud y la educación, están en la primera línea de las 
reivindicaciones, pero en lo que respecta a las amenazas del planeta 
pensamos que habrá tiempo, que no es la prioridad. 
– Bueno, eso es comprensible en un país como éste por la quiebra que 
se ha producido, por el nivel de desempleo tan elevado que tenemos. 
Hemos ido aguantando por los distintos colchones sociales que han 
amortiguado la caída, pero el hambre y la desnutrición han vuelto a 
aparecer. El error es no ver como todas esas cuestiones están conectadas
 con las preocupaciones ecológicas. Pensar, como han formulado también 
en ocasiones amigos y compañeros, que lo que toca ahora es dar de comer a
 la gente y aplazar lo otro, que ya vendrá el tiempo de resolverlo, es 
un error. Somos ecodependientes e interdependientes. No se puede 
organizar una economía viable sin tener en cuenta las amenazas 
ecológicas en las que ya estamos y que todavía van a agudizarse mucho 
más. Y eso no es algo optativo. Lo vamos a aprender por las buenas o por
 las malas. Estamos ya en tiempos de descenso energético. Las sociedades
 industriales se han desarrollado de forma explosiva gracias a un chute 
de combustibles fósiles y lo que tenemos ahora es un capitalismo 
fosilista, adjetivo que no deberíamos olvidar. Sin ese chute de energía,
 de esa bioenergía acumulada durante cientos de millones de años en 
forma de carbón, petróleo, gas natural, que nosotros nos hemos puesto a 
sobre consumir de manera bastante inconsciente e irresponsable en estos 
dos siglos últimos, el mundo no sería como es y nuestras sociedades no 
se hubieran deformado tanto en ciertas dimensiones como lo han hecho 
hasta ahora. Sea como fuere, esta es la historia de nuestros dos últimos
 siglos y eso se acaba. No va a seguir existiendo la posibilidad de 
sobreconsumo energético que ahora tenemos y que nos sigue pareciendo 
normal. Sabemos por distintos estudios e investigaciones que para 
funcionar con economías viables y con cierta justicia global, es decir, 
en un mundo relativamente igualitario, sin esa quiebra brutal entre 
Norte y Sur, mirando a los más desfavorecidos del planeta, los países 
enriquecidos, incluyendo al nuestro, que, pese a la situación actual, 
globalmente sigue formando parte de ese norte enriquecido, tenemos que 
reducir el uso de energía y materiales en nueve décimas partes. ¿De qué 
manera se hace eso? Pues hay cosas que se pueden hacer sin perturbar 
tanto el orden existente, pero todos los cambios importantes suponen un 
choque frontal contra el funcionamiento de las estructuras actuales. Uno
 puede organizar una economía que satisfaga adecuadamente las 
necesidades humanas de esa enorme población que somos ahora, de más de 
7.200 millones de personas, con las reducciones de energía y materiales 
necesarias, con los consiguientes impactos asociados, pero eso no puede 
ser una economía capitalista, de crecimiento constante y de generación 
continua de supuestas nuevas necesidades. Tiene que ser otra cosa.
–  ¿Algún ejemplo? ¿Algo por lo que se pueda empezar a actuar ya?
– Como te decía, se pueden dar algunos pasos. Recientemente, por 
ejemplo, dimos una charla formativa en el círculo de Podemos en Retiro 
sobre basuras y residuos. En ese terreno, en el de la gestión de los 
residuos sólidos en los recintos urbanos, se le puede dar la vuelta 
yendo hacia un modelo deseable, con muchas ventajas sobre el actual, sin
 topar más que con los intereses, en este caso, de las grandes 
constructoras que tienen su división de gestión de basuras y se hacen 
con las contratas de los ayuntamientos. Chocaríamos contra ese poder 
económico, pero casi nada más, para alcanzar la alternativa del modelo 
de residuo cero, que está articulado y ya está funcionando en muchos 
pueblos y ciudades de Europa, incluyendo urbes grandes como Milán. De 
esta manera, siguiendo el ejemplo de pueblos que ya lo hacen también en 
España, en Cataluña, en el País Vasco y en Baleares, en Madrid 
pasaríamos a tener una gestión adecuada, recuperando y reciclando 
adecuadamente. Esto se puede hacer y ojalá que tengamos la oportunidad, 
pero los residuos sólidos urbanos son un pequeño porcentaje del problema
 general de residuos en nuestra sociedad. Se  trata apenas del tres o 
cuatro por ciento, el resto son residuos industriales, de construcción. 
Entra en juego la economía entera. Para actuar en todos esos ámbitos, 
para introducir modificaciones, se necesitan otras estructuras 
económicas, otra forma de funcionamiento. Hoy podemos dar algunos pasos,
 fuera del sistema dominante en el que estamos, pero sabemos que sin 
momentos de ruptura muy importantes, no podrán cambiar las cosas que de 
verdad tienen que hacerlo.
– Una y otra vez te refieres en el libro al credo del 
Mercado. Un credo que será necesario derrumbar. ¿No crees que su 
resquebrajamiento ya ha empezado?
–  Sin duda. De todas las cosas buenas que nos han pasado en estos 
últimos años es fundamental la apertura de los discursos públicos, a 
todos los niveles. En los últimos cuatro años, de repente nos hemos 
visto en el metro o en el autobús hablando entre nosotros del 
funcionamiento del mercado financiero, de la deuda pública, de los 
servicios sociales. Eso es nuevo y es positivo, claro que sí. Pero a su 
lado está, por ejemplo, el anulamiento de algunos sectores clave, entre 
ellos los medios de comunicación masivos, que obstaculiza que lleguemos a
 la verdad de los hechos. Los medios dependen más estrechamente de los 
grandes grupos económicos y eso también lo hemos visto en el mundo de la
 universidad y de la investigación científica. Se trata de sectores 
clave para una sociedad moderna y, sin embargo, cada vez son más 
dependientes del capital, para nuestra desgracia. La cosa se ha 
degradado tanto, y tan rápidamente, en tan solo treinta años, que su 
alcance se nos escapa. Lo que podemos hacer es intentar dar algunos 
pasos e ir creando condiciones para que haya movimientos mucho más 
organizados, masivos, conscientes, de gente que quiera transformar las 
cosas. Ese es el sentido fundamental que yo veo ahora mismo al esfuerzo 
que se está haciendo para intentar dar un giro importante hacia otra 
dirección en todas las áreas de la vida, también, por supuesto, en las 
instituciones que nos representan.
Construir alternativas, proyectos de cooperación, de participación 
Volver a recuperar conceptos como solidaridad, tan desprestigiados en
 las sociedades del lucro, esa es la idea con la que nos quedamos tras 
recorrer las páginas, las conclusiones, el compendio de lecturas al que 
nos acerca Jorge Riechmann en Autoconstrucción. Nos presenta, por 
ejemplo, la idea de Joaquim Sempere de construir espacios, sociedades 
más resistentes a los peligros que nos amenazan, y que el sociólogo 
denomina municipios en transición. Una experiencia a la que habrá que 
llegar tras entablar un combate cultural que someta a crítica el 
presente. Nos acerca a las teorías del decrecimiento que preconizan 
estilos de vida más frugales, que nos pueden seducir con la posibilidad 
de vidas más sencillas y locales. ¿Cómo convencernos de que el 
decrecimiento no implica menos bienestar, ni, por supuesto, menos 
felicidad? ¿Cómo recuperar el buen sentido de la palabra austeridad que 
tanto han desfigurado los neoliberales? ¿Queremos de verdad cambiar, 
autoconstruirnos? Son algunas de las preguntas que plantea el recorrido 
que nos propone Riechmann, un recorrido que nos induce a reflexionar, a 
luchar con nuestras propias contradicciones, resistencias e 
inconsistencias. He ahí su gran valor.
¿Podemos controlar la megamáquina capitalista, se pregunta el autor? 
“Si no podemos hacerlo, ¿se sigue de ello un retirarse a esperar la 
catástrofe, hacia la que avanzamos a toda velocidad? Por una parte, está
 la vieja posibilidad de poner palos en las ruedas, actualizada como 
echar arena entre los engranajes primero, y más recientemente como 
desconfigurar conexiones entre los circuitos (…) Por otra parte, 
subsiste la orientación general de fracasar mejor. El derrumbe de la 
Megamáquina será, lo sabemos, una espantosa tragedia: cabe trabajar por 
reducir en lo posible la inconcebible masa de sufrimiento, tanto el 
humano como el de las demás criaturas”, argumenta Riechmann, quien habla
 de comenzar ya a construir más botes salvavidas y a organizar las 
formas de cooperación solidaria que pueden reducir los costes del 
naufragio”. Catastrofismo, dirán algunos. Simplemente realismo, pensamos
 otros. Un realismo que nos lleva a visualizar en episodios de ciencia 
ficción cada vez más cercanos.
“Nos pierde / la codicia de los menos / la cobardía de los más / la 
irracionalidad de todos / falta lenguaje / falta decir / del horror que 
viene / Pero tú ya lo sabes: donde termina el reino de la mercancía / 
comienza la vida…”
Lo dice Riechmann de otro modo, a través de estos versos de su libro 
Poemas lisiados. El lenguaje de la poesía, La poesía, sí, capaz de tocar
 lo invisible, lo oculto, lo callado. La poesía como ventana de lucidez.
www.lecturassumergidas.com/, Madrid, España.
¡QUE VIVA LA LUCHA POR ASAMBLEA NACIONAL CONSTITUYENTE!
¡QUE VIVA LA SOLUCIÓN 
POLÍTICA AL CONFLICTO SOCIAL!
¡EXIJAMOS UN CESE BILATERAL AL FUEGO!
¡EXIJAMOS PAZ CON JUSTICIA SOCIAL!
¡ARRIBA LA III MARCHA NACIONAL SECUNDARISTA!
¡ARRIBA LA LUCHA UNIVERSITARIA Y POPULAR!
¡LIBERTAD A LOS PRES@S POLÍTIC@S!
¡LIBERTAD A HUBER BALLESTEROS Y DAVID RABELO!
¡VENCEREMOS!

